CIUDAD DEL VATICANO — El jueves 4 de octubre aproximadamente a las 12:20 p.m., un peregrino de Latinoamérica estaba sentado cerca de una de las puertas de la Basílica Papal de San Pedro en el Vaticano pidiéndome que le bendijera sus rosarios. Esto sucedió mientras salía de la Basílica de regreso a mi hogar en el Colegio Pontificio de Norte América. Hize una pausa para pensar. Alcance mi mochila en donde esa mañana había puesto una pequeña edición del Libro de Bendiciones, encontré la bendición de rosarios en el índice, busqué la página y comencé con el rito.
Para cualquier persona esto pudiese haber sido algo cotidiano; una persona del clero en su vestimenta orando junto a algunos peregrinos y haciendo la señal de la cruz con su mano sobre ellos. Más de ser una situación ordinaria, era algo que nunca había sucedido antes, tan solo unas cuantas horas antes no hubiera sucedido: Esta era la primer bendición que daba a través de la gracia del Sacerdotal del Orden.
Esa mañana fui ordenado Diácono para la Diócesis de Salt Lake City, convirtiéndome en parte del clero de la diócesis de la iglesia para la que recientemente había servido como seminarista y anteriormente como escritor para el Intermountain Catholic.
También he servido en la Diócesis de Salt Lake City como músico, pero no fue hasta el jueves que fui ordenado ministro para la Iglesia Católica, quien se envía para enseñar la fe, proclamar el Evangelio, y servir al altar y al Pueblo de Dios como diácono. El jueves por la mañana fuí incardinado en la Diócesis de Salt Lake City, comprometiéndome a una vida de celibato, a la oración fiel de la Liturgia de las Horas, y de obediencia a nuestro Ordinario
Obispo, John C. Wester, y a todos sus sucesores. Los últimos seis años me he preparado para poder realizar estas promesas con total entendimiento y aceptación, y ser formado lo mejor posible para poder cumplir con mis deberes como diácono, y si Dios quiere, como sa-cerdote, de una forma valiosa para Jesucristo y sus seguidores.
Llegue a la Basílica del Vaticano a las 8:20 de la mañana del jueves, de camino a la sacristía en donde puse mi mochila la cual contenía mi alba y abrí mi breviario, ore las oraciones de la Mañana y del Mediodía por última vez como miembro del laicado.
A las 9 de la mañana el maestro de cere-monias, seminaristas del NAC cursando sus segundos y tercer años, nos dieron la señal de que era tiempo para realizar nuestras preparaciones finales antes de comenzar la procesión. Mis compañeros y yo, un total de 33, nos pusimos nuestras albas sobre nuestras sotanas y nos aseguramos de que todo estuviera totalmente arreglado.
Al entrar a la Basílica desde la Sacristía, escuchamos la música interpretada por el coro y por órgano y el quinteto de metales, música especial que todos habíamos escuchado previamente tres años atrás en la ordenación al diaconado del NAC. Procedimos solemnemente hacia la parte posterior de la Basílica, hacia el Altar Mayor (Altar of the Chair), en donde miles de nuestros invitados estaban reunidos procedentes de los Estados Unidos de América y de otras partes.
Cerca de 30 personas llegaron para compartir este momento conmigo, procedentes de Utah, California, Nueva Jersey y de España.
La Misa estuvo presidida por el Reverendísimo John Myers, Arzobispo de Newark, quien nos recordó en su homilía que debemos servir a la Iglesia con fe y con diligencia, que debemos de ser siervos de las personas y guardianes de la fe.
Habíamos practicado el rito de ordenación varias veces, pero al estar parados ante nuestro prelado de ordenación en ese momento en ese lugar se hizo realidad las promesas que cada vez se hacían más claras. "Sí", pensé, "Prometo, sin reservas: vivir mi vida en celibato como símbolo del reino, profundizar mi oración para poder orar en la Liturgia de las Horas por el bien de todo el mundo, obedecer a mi Obispo como instrumento de su ministerio. A través de Cristo, por Cristo y para su Iglesia".
Después de que el rito estuvo completo, mis compañeros y yo brillábamos, sonriendo con esa alegría de haber podido llegar al destino al que nos habíamos estado acercando desde hace mucho tiempo. Teniendo puestos las mismas estolas y dalmáticas que han usado varias generaciones de diáconos nuevos del NAC, asistimos durante la Misa por primera vez como diáconos, en particular en el ofertorio y como ministros ordinarios de la comunión.
De salida del área del Altar, nosotros los diáconos recientemente ordenados fuimos a una de las esquinas cercanas de la basílica en donde esperamos la procesión de más de 100 sacerdotes con celebrantes y de muchos diáconos ordenados para que regresaran a la sacristía para fuera tomada una fotografía. Tan pronto llegamos al altar de Leo el Grande, expresamos nuestra alegría y camadería con calurosos abrazos y sonrisas que mostraban nuestra felicidad. "¡Felicidades Diácono!" se escuchaba repetidamente, seguida por un "¡Que Dios lo bendiga, Diácono!"
Después de las fotos con la familia, una vez que las luces de la basílica se volvieron más sutiles regresamos a la sacristía, regresando las estolas y dalmáticas de la ordenación del Colegio, empacando nuestras mochilas, y caminando de regreso al NAC entre los miles de peregrinos que visitan la basílica
Al aproximarme a la puerta por la cual tantas veces me había ido de la Basílica después de las Misas, confesiones y horas de oración como laico, sonreí de nuevo, entrando a la luz del día ahora como diácono de la Iglesia Católica, como siervo rodeado del Pueblo de Dios. Tal vez al ver la alegría en mi rostro, el peregrino con los rosarios me detuvo para pedirme la bendición, a lo que respondí con gran alegría "¡Sí!, Si puedo, me acaban de ordenar Diácono".
Ha sido el momento más feliz de mi vida – una probadita de la alegría de lo que será mi ordenación al sacerdocio el próximo 29 de junio.
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