Reflexión por el Aņo de la Misericordia

Friday, Aug. 12, 2016

Tenía 25 años de edad, guapo, y en forma. Iba caminando por el Tarmac con un casco en mano, llevando puesto mi traje de vuelo a prueba de incendios y un traje-g muy pero muy padre.
Era primavera, generalmente días soleados de 68 grados F, y tan solo un poco de nubes a 150 pies. Era jóven lleno de vida, y me iba a amarra en dos maquinarias de jet de 3,000 libras para aventurarme en el cielo azul.
Ahí, de frente en el jet, el jefe de tripulación esperaba la llegada del piloto. La única cosa mejor además de ser piloto era contar con una audiencia que me iba a ver ser piloto.
Ya con el cinturón puesto, el motor encendido. Permiso adquirido. Empezar el ascenso. ¡Sentir el despegue! Y allí estábamos cruzando por el cielo. Los nubes debajo de mí y una capa más de nubes tan sólo a 100 pies arriba.
Algo no estaba bien.
La velocidad aumentaba. Los motores se sentían bien, La aceleración del despegue me dió la sensación de ascensión, pero una rápida revisión de los instrumentos me enseñó 100 pies y en descenso. No era bueno.
Con sólo nubes por debajo sin un horizonte claro, inconscientemente me había alineado basándome en las nubes que estaban arriba. Y estas estaban en pendiente. Un mal camino. Tenía la certeza de que en este terreno las nubes que estaban por debajo ocultaban montañas.
A segundos de una muerte segura, finalmente puse atención a los instrumentos y en mi entrenamiento y ascendí.
En algún momento en el que por fin vi la luz del sol, le agradecía a Dios por los libros y por las personas que me enseñaron a volar. Ellos me enseñaron a saber cuándo ignorar lo que se puede ver. Ellos me enseñaron a buscar por lo que no se ve y pasa por alto.
Ahora a mis 64 años de edad, pienso que tendría que ser muy arrogante para no apreciar las Escrituras y la Iglesia que Dios nos ha puesto aquí por razones similares.
Charles Vono,
Parroquia de St. James the Just 

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